Matilde se despertó de un sueño lleno de olores familiares y de gente muerta. Soñaba siempre con muertos. Abrió los ojos, se persignó y susurró una oración por las ánimas benditas. Arropó a Benjamín con el cubrelecho de lana raída que ella misma había tejido y se quedó inmóvil esperando a que aclarara. La asaltó un temor conocido, un miedo manso, domesticado, heredado como la casa; un nudo sin nombre en la boca del estómago que la había acompañado siempre y crecía sin prisa como las enredaderas en el patio.
Los cuartos de la casa estaban dispuestos en forma de herradura alrededor de un gran patio rectangular que inundaba la casa de luz y humedad, le daba un aspecto señorial y vulnerable, y la hacía completamente inadecuada para el frío de la montaña. Los corredores que circundaban el patio estaban decorados con dalias, bailarinas, rosas hortensias, lirios flor de cerezo, orquídeas, peonias, madreselvas, flores de porcelana, colas de ratón, coronas de Cristo, y novios y geranios que colgaban de las vigas de madera en platones de metal. En el centro del patio se alzaba una araucaria por la que trepaban trompetas, hidras, un novio rojo y una mata de cidrón.
Matilde, que había vivido toda su vida en esa casa, pensaba que el patio abierto creaba un continuo con la montaña. Su mundo comenzaba en la araucaria, continuaba en las baldosas de piedra enmohecidas, se transformaba en el camino de herradura que ascendía al picacho y culminaba en el cielo límpido, atiborrado de estrellas.
Su padre le había enseñado casi todo lo que sabía, desde los nombres de las plantas hasta a cazar tinajos. A los siete años le había enseñado a disparar el revólver Colt corto del que no se separó nunca, como si se tratase de un talismán o un escapulario. También le había enseñado a leer y a escribir. Había leído los pocos libros y almanaques que había encontrado por la casa. Conservaba dos tomos que continuaba releyendo con igual avidez e interés: el primero era un manual de confesores de tapa dura de cuero y el segundo una antología de cuentos de Bécquer y de Maupassant a la que le faltaban muchas páginas. Matilde había completado los inicios y finales de las historias con personajes inventados y retazos de su vida.
Su padre había aparecido una mañana en la montaña. El abuelo lo encontró tiritando de fiebre a pocos pasos de una yegua muerta. Se había encariñado con él casi de inmediato. La familia lo había acogido sin recelo, con la bondad y la simpatía que solo se profesa a los extraños.
Comenzó a llover. Matilde se empezó a dormir de nuevo. Un olor a rosas y a tomillo llenó el aire de la habitación. Se durmió repasando las memorias olfativas que había coleccionado a lo largo de su vida: el olor a rancio de la despensa, a queso fresco de la cocina, las mañanas húmedas que olían a café caliente, endulzado con panela y aliñado con marañón y cidrón, el olor a cacao tostado que impregnaba la madera y permanecía en el aire por meses enteros, el olor a santos del cuarto de la abuela.
Los demás habitantes de la casa se habían muerto uno a uno y continuaban existiendo solo como nombres y caras descoloridas en los sueños de Matilde; rostros translúcidos que iban perdiendo las facciones con el paso de los años, como figuras de cera dejadas al sol.
Soñó con su padre que cabalgaba a la orilla de un río que no había visto nunca, huyendo de un enemigo invisible. Soñó con el delantal de la abuela. Soñó con el olor a sudor de las bestias que amarraban los domingos alrededor de la araucaria. Soñó con una procesión de jinetes que avanzaba por la quebrada seca que ascendía a la montaña.
Se despertó o soñó que despertaba. Había dejado de llover. Escuchó el martilleo de las herraduras contra las baldosas del patio. Intentó en vano moverse. Cerró los ojos con fuerza. Pensó en Benjamín, en la araucaria, en el olor de los santos y en las tres esquinas de su mundo, que en realidad se extendía más allá de la montaña, ensanchado por el pasado y los pecados de su padre.